Por Rodrigo López Oviedo
Luego de las preocupantes declaraciones concedidas a los medios de comunicación por el general Aria, lo que estamos sintiendo algunos colombianos, tal vez por cobardía, es el más puro horror, muy similar al que deben sentir aquellas almas que, como consecuencia de lo que hicieron en vida, tienen que ir a purgar sus culpas a los profundos infiernos.
Narra Dante Alighieri que en la puerta de entrada de tan siniestro lugar hay un letrero que dice: “Perded toda esperanza al traspasarme”.
Según los medios noticiosos, el general Arias anunció al país estar preparando la ejecución del “Plan B”, consistente en traspasar la puerta y retomar la zona de distensión en caso de que el acuerdo de despeje no se prorrogue. Las mismas fuentes dan a conocer que aproximadamente seis mil soldados ya se encuentran acordonando la zona.
Falta saber cuántos guerrilleros estarán disponiéndose a acordonar a los soldados, como falta saber también cuánta sangre correrá de unos y otros, y de los demás, y con qué resultados finales. Lo cierto es que, flanqueada esa entrada, lo que nos esperará a los colombianos será abandonar toda esperanza de paz, pues veremos repetidos y multiplicados los torrentes de sangre que hemos visto correr en nuestra historia, especialmente la reciente, sin que se vean coronados por el éxito los propósitos reivindicativos que pregonan los alzados en armas, y sin que los contrainsurgentes logren doblegarlos, y ni siquiera neutralizarlos, debiendo resignarse a verlos cada día en alza.
Esos vientos de guerra que están soplando inmisericordes desde los cuarteles requieren de la presencia morigerante del señor Presidente de la República, la cual no solo debe hacerse oír sino también sentir, y con urgencia. Si bien es cierto que entre la opinión pública no se conocen muy a las claras los logros alcanzados a consecuencia de los diálogos en Los Pozos –que son reconocidos en la intimidad del Gobierno, y a los cuales hace enfática alusión el Comisionado de Paz-, lo cierto es que durante el tiempo en que ellos se han realizado hemos podido respirar al menos un aire de esperanzas. Cuando entre dos malquerientes hay diálogo, se pueden atenuar las posibilidades de que se hagan daño; y si a pesar del diálogo el daño continúa, al menos se puede esperar que moderen su carácter horrendo.
Lo penoso de nuestro caso es que, no obstante los diálogos, son muchas las voces lastimeras que se quejan de las insoportables consecuencias que han tenido que sufrir a consecuencia de la violencia y que no hayan explicación al hecho de padecerlas. De hecho, no reconocen que detrás de la violencia está la pugna por el poder y que el poder es algo que compromete a todos los integrantes de la sociedad, participen o no de la confrontación política.
Ahora que esa pugna se ha llevado a la mesa de diálogos, bien vale la pena perseverar en ésta, e incluso convertirla en instrumento democrático, como se previó en un comienzo cuando se creía que mediante las audiencias públicas podía esperarse que los colombianos participáramos en el diseño de la sociedad que queremos. A evitar tal participación e impedir los acuerdos es a lo que le apuestan las derechas y su cortejo paramilitar. A tan funestos intereses termina sirviendo, tal vez sin proponérselo, mucha gente ingenua que, como el general Arias, ansían la paz para ya y a cualquier precio.
Necesitamos, entonces, que Gobierno y guerrilla vuelvan a la mesa para que sigan concertando los acuerdos de política social que conduzcan a una paz duradera. Pero antes de todo, necesitamos evitar que el ejército traspase la puerta del Caguán y aniquile toda esperanza. Esto es lo que creemos de beneficio para el país, o al menos lo que requerimos, así sea de placebo, para espantar el horror que estamos sintiendo… tal vez por cobardía.
(Publicado por El Nuevo Día el 27 de enero de 2001)