jueves, 13 de noviembre de 2008

LA REFORMA TRIBUTARIA


Por Rodrigo López Oviedo
Publicado por El Nuevo Día el 11 de octubre de 2000


Para constatar la manera antipopular como se ha manejado a nuestro país, nada mejor que hurgar en los textos de su historia tributaria. Nuestras viejas regulaciones sobre impuesto a la renta y patrimonio, no siendo en nada un dechado de virtudes, al menos ofrecían señales de estar inspiradas en el principio universal de la progresividad, pues establecían mayores porcentajes de tributación a quienes poseían niveles de ingreso y riqueza más elevados. Las de hoy, en apariencia, descansan en la misma progresividad; sin embargo, los factores de ingreso y riqueza cada vez inciden menos en el monto total de los recaudos del estado, pues los acentos fiscalistas se han desplazado hacia otro tipo de impuestos en los cuales nada cuentan los factores anotados.

El principio de la progresividad se basa en razones de evidente justicia, ya que con las rentas percibidas por el estado como fruto de la tributación de sus ciudadanos, éste debe atender no sólo a su propio funcionamiento, sino, además, a necesidades sociales cuyo costo, por su naturaleza, no es susceptible de individualizarse, como sucede en el caso de la defensa de las fronteras, la preservación de las instituciones, las obras de infraestructura, la administración de justicia y, según la opinión de muchos, los servicios de salud y educación de aquellas capas de la población que, por encontrarse al margen de toda riqueza, no pueden autocostearlos.

Siendo los adinerados los que más se benefician de unas fronteras carentes de conflicto, de unas instituciones sólidas y de una justicia operante, pues mayor debe ser la contribución que hagan a su financiamiento. Y siendo también de su total conveniencia el que haya un clima social sin zozobras, mayor debe ser también su aporte para generarlo, evitando que haya entre la población necesidades básicas insatisfechas que puedan transformarse en conflicto.


En tal idea pensaba Eduardo Santos cuando decía que el Estado debía preocuparse por los pobres, porque los millonarios podían atenderse solos. Pues bien, para que los millonarios de la época del expresidente, que son los mismos multimillonarios de hoy, pudieran atenderse solos, sin el riesgo de peligrosas convulsiones, se precisaba que ellos tributaran generosamente para que el estado pudiera preocuparse por los demás. Por tal razón, los impuestos de aquel entonces, estaban tasados buscando ese propósito, lo cual hacía que, por ejemplo, las sociedades anónimas, en torno a las cuales se organizaban los capitales de los más altos potentados, pagaran al fisco nacional el 40% de sus utilidades, mientras que sólo lo hacían en el 20% las sociedades de responsabilidad limitada, la cuales eran el producto de acuerdo entre pobres, inspirados más en poner en común sus esfuerzos e iniciativas que sus incipientes capitales,.

En últimas, lo que se pretendía con el principio aludido, no era propiamente proteger a los pobres con los dineros de los ricos, sino generar y mantener un clima en el que resultara fácil la resignación de los marginados, para que los que todo lo tienen pudieran continuar usufructuando el status de que siempre han gozado. Este entendimiento pragmático, sin embargo, no iría a prevalecer por mucho tiempo, pues contradecía los inmensos apetitos de personas interesadas menos en la armonía social que en acelerar el ritmo de su odiosa política de acumulación de capital.

Los dueños de esos apetitos fueron los que, mediante sucesivas reformas y aprovechando las riendas del poder, impusieron la rebaja del impuesto a las sociedades anónimas, incrementándolo a las de responsabilidad limitada y nivelando ambos en el 35 %; fueron los que eliminaron el impuesto de patrimonio y el de la renta proveniente de los dividendos recibidos, al cual eufemísticamente denominaban “doble tributación”; y fueron los que redujeron en casi un 70% las tasas arancelarias. Como obviamente había que resarcir los inmensos daños económicos que estas reformas generaban en las arcas oficiales, nada mejor que descargar sobre las espaldas populares la responsabilidad compensatoria. Para ello impusieron el IVA y los peajes, se asignó precio a las matriculas en escuelas y colegios públicos, desaparecieron las tarifas subsidiadas de transporte urbano y paulatinamente los demás subsidios, los servicios gratuitos en hospitales y puestos de salud se tornaron honerosos, se estableció el inicialmente temporal dos por mil y paremos de contar para que este comentario no se nos convierta en paño de lágrimas.

En síntesis, el principio de la progresividad ha sufrido un degeneramiento progresivo, siempre salvando del cumplimiento de responsabilidades fiscales a quienes por su poder debieran conservarlas, y dejándolas recaer sobre los hombros de la menesterosa población. Por eso no debe extrañarnos el golpe que nos ha sido propinado mediante la reforma tributaria que acaba de aprobar el Congreso. Mediante ella se extiende el IVA a nuevos productos, se reducen aún más los impuestos a las sociedades, se gravan las cooperativas y fondos de empleados y se amplía a nuevos períodos el ahora sempiterno dos por mil. Si a ello sumamos los otros aspectos de nuestra crisis neoliberal, que se han materializado en privatizaciones, desindustrialización, desempleo sin par, violencia por doquier y, en general, angustias innombrables, el futuro que nos espera, ¡oh dolores que no cesan!, será de más sangre, sudor y lágrimas.

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