Por Rodrigo López Oviedo
Un sabor amargo ha debido quedar en boca de los antes confesos y hoy vergonzantes amantes del modelo fujimorista, al observar ahora la maltrecha imagen del caudillo, luego de su fuga y renuncia a la presidencia del hermano Perú.
Desde antes de asumir como rector de los destinos de su país, Fujimori se había convertido en una especie de caja de sorpresas. Su vertiginoso ascenso en la política hacía presagiar el advenimiento de una versión actualizada de Víctor Raúl Haya de la Torre, insigne varon que fue capaz de zarandear los cimientos partidarios de la ya, por ese entonces, anquilosada clase política latinoamericana. Ese ascenso ocurrió, sin embargo, por fuera del cauce conductor de los partidos peruanos, los cuales habían introducido prácticas tan corruptas en el manejo del Estado que, por ejemplo, terminaron convirtiendo en plata de bolsillo lo que pertenecía al erario, al tiempo que hipertrofiaron la economía con medidas que engendraron una inflación desbordada. Las esperanzas, entonces, eran muchas.
Con su ascenso al poder, los éxitos y fracasos de Fujimori comenzaron a aparecer abundantes. Tal vez el logro más sorprendente lo constituyó la drástica reducción y control de los niveles inflacionarios, que habían alcanzado el pavoroso nivel del siete mil por ciento, y, a su lado, el casi total desmantelamiento de unas organizaciones guerrilleras que parecían invencibles cuando operaban bajo la inspiración de Abimael Guzmán. Los costos de estos logros no resultaron en nada envidiables: mayor estrangulamiento de los ingresos de los trabajadores, eliminación de prácticamente todos los subsidios, apertura de fronteras a la producción extranjera, exterminio de las libertades públicas, mordaza a los medios de comunicación y, bajo la aparente liquidación de algunas organizaciones del narcotráfico, negociaciones con otras, como parece que quedará claro con las investigaciones que deberán abrirse a raíz de las declaraciones recientes del hermano de Pablo Escobar, con las cuales compromete a Fujimori y a su Carnal Montesinos.
La lección debe ser aprendida. Quienes anhelan un régimen fuerte, que no se pare en mientes para imponer lo que sea necesario con tal de gratificar con creces a los dueños del capital –propósito éste que es en últimas el fundamento de la ideología neoliberal, y que hoy parece encarnarse en nuestro país bajo la consigna de “sudor y lágrimas”-, debieran reflexionar sobre los resultados obtenidos por la dirigencia peruana en estos diez años de oprobio.
El camino que debe abrirse entre los peruanos debe ser de reconciliación: de reconciliación entre su gente; de reconciliación con su pasado que ha sido pletórico de grandezas; de reconciliación con los fundamentos democráticos que debe tener un país moderno; de reconciliación con el trabajo, al cual debe devolvérsele su reconocimiento de primacía sobre el capital; de reconciliación con los principios universales de los derechos humanos; en fin, de reconciliación con los ideales que les han sido más caros a las mentes más iluminadas del género humano y que continúan convertidos en utopías para los pueblos del mundo.
Abrirles los preliminares democráticos a estas tareas tan importantes debe ser el propósito en que se comprometan Valentín Paniagua Corazao y Javier Pérez de Cuellar, ahora presidentes de la República y del Consejo de Ministros, en su orden, en esta hora tan llena de expectativas para nuestro hermano país. Mientras tanto su empeño debe dirigirse a restablecer la institucionalidad y la confianza, en lo cual debemos acompañarlos todos con nuestros mejores deseos.
(Publicado por El Nuevo Día el 23 de noviembre de 2000)
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