Por Rodrigo López Oviedo
Una de las características más curiosas de nuestra realidad nacional es su infinita capacidad para generar sorpresas. El diario vivir nos viene casi siempre acompañado de ellas, tanto de las que producen alegría, como el triunfo olímpico de María Isabel Urrutia o los éxitos automovilísticos de Juan Pablo Montoya, como también de las que generan escozor o escepticismo. A estas últimas corresponde la que nos produjo el reciente anuncio de las FARC de congelar los diálogos.
La sorpresa, sin embargo, no estuvo en la declaración. El proceso de paz se ha llenado de una incredulidad tan marcada como consecuencia de todas las vicisitudes que desde un comienzo ha tenido que sortear, que en cualquier momento puede esperarse que se rompa. Afortunadamente la declaración no tiene carácter de ruptura, pero llegar a ella no ofrece muchas dificultades. Por eso se puede afirmar que el anuncio de la tal congelación no es sorpresivo. Lo que si lo ha sido es el rechazo de un coro de voces polifónicas que, cantando a capella, han alcanzado con su grito de protesta tonalidades que deben estar envidiando Carminia Gallo y Plácido Domingo.
Muchas de esas voces son las mismas que antes entonaban, con acompañamientos de guerra, plegarias al Gobierno para que pusiera fin a la zona de distensión y acabara con los diálogos, aunque para ello tuviera que acudir a legiones extranjeras, no importa que se corriera el riesgo de “vietnamizar” nuestro conflicto. Esas mismas voces hoy cambian de partitura y se escandalizan por la declaración de las FARC. En lugar de aceptar con gallardía que precisamente el rompimiento de conversaciones es lo que siempre han deseado, prorrumpen con quejas y lamentaciones, endilgándole a las FARC el estar utilizando la misma estrategia dilatoria que siempre han utilizado y que, según dicen, el Gobierno no puede seguir tolerando.
Ahora creen estar más cerca de poder colocar al Caguán junto a su corazón, y por ello aprovechan el escándalo que ellos mismos alimentan para exigir que se expulse de allí a sus incómodos inquilinos. Olvidan que la aventura de exterminio ya lleva cuarenta años con resultados de todo mundo conocidos, y que por estar comprometida en ella, el Estado ha tenido que privilegiar inversiones en fuerza pública y armamentos, desatendiendo escuelas, hospitales, vivienda, deporte y cuantos servicios sociales más se hacen necesarios para que el conjunto de la población pueda contar con el ambiente apropiado para llevar una vida digna.
Entre los críticos de ahora también hay ciudadanos de buena fe. Con ellos hay que contar, porque precisamente buena fe es la que necesitamos para balancear los pro y los contra que puedan sobrevenir a un rompimiento en las conversaciones. Y esa buena fe, debidamente alimentada con buenas intenciones, es la que debe servirnos para deslindar campos con los guerreristas de siempre y forjar un vigoroso movimiento de amigos por la paz en Colombia.
(Publicado por El Nuevo Día el 17 de noviembre de 2000)
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